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"El periodismo dará mil vueltas y volverá al mismo sitio"

El presidente de la APT, Salvador García Llanos, leyó la conferencia de clausura del II Congreso de Historia del Periodismo Canario, a cargo de Juan Cruz Ruiz.

tecladoEl II Congreso de Historia del Periodismo Canario, convocado por la Universidad de La Laguna y la Asociación Densura para la investigación de la Historia de Canarias, fue clausurado este viernes con la lectura, a cargo del presidente de la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife, Salvador García Llanos, de la conferencia final reservada al periodista y escritor tinerfeño, Juan Cruz Ruiz, quien disculpó su asistencia al encontrarse en México con motivo de ocupaciones profesionales.

Más de cuarenta comunicaciones fueron presentadas en este Congreso que, con la coordinación de Julio Yanes, Enrique Perera y Lara Carrascosa, abrió el periodista, ex presidente de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), Fernando González Urbaneja que habló bajo el título “Sin democracia, decae el periodismo; sin periodismo, de agota la democracia”.

Cruz Ruiz modificó la introducción de la suya: “El periodismo dará mil vueltas y volverá al mismo sitio”. El texto, de un gran valor sentimental y periodístico, es el que se reproduce a continuación:

Un viaje ineludible me hace imposible cumplir con un compromiso que me hacía una enorme ilusión: hablar a mis colegas en mi tierra. Me presta su voz mi amigo Salvador García Llanos, que se formó conmigo en este oficio, cuando él tendría dos o tres años, o quizá mil, menos que yo.

Los dos éramos muchachos en la Plaza del Charco, en nuestro pueblo, el Puerto de la Cruz. Los dos leíamos los mismos tebeos, nos formamos en un mundo que se dividía entre las guerras civiles del Capitán Trueno y las hazañas bélicas del Cachorro, y los partidos de fútbol nuestros equipos, el Puerto Cruz, del que éramos todos, del Atlético de Madrid, del que era Rafael Cobiella, del Real Madrid, del que era Salvador, y del Barça, que modestia aparte era el mejor.

No sabíamos de historia, ni de la reciente. Quizá Salvador sabía, por su familia, qué había pasado en el Puerto algunos años antes de nuestros respectivos nacimientos, pero yo tenía algunas nociones muy vagas. El Puerto de la Cruz fue una ciudad hermosa y resignada durante una represión sorda que siguió a la guerra civil y que culpó a sus dirigentes republicanos, socialistas o no, de ser desafecta al régimen. Se convirtió el Puerto, liberal y abierto, culto y diverso, en una ciudad bajo sospecha, pero nosotros no lo supimos hasta que ya tuvimos algo más que uso de razón. Entre las cosas que yo supe, o intuí, hay una historia que contaba mi madre que jamás he olvidado y que no supe nunca dónde la había escuchado.

Esa frase la pronunció, según ella, el pedagogo anarquista catalán Francesc Ferrer i Guardia cuando un pelotón lo iba a fusilar por sus ideas en el otoño de 1909. Según la memoria de mi madre, que era muy fértil, el anarquista gritó ante el pelotón: “¡No tengo miedo a la muerte, vivan las escuelas laicas, vivan los niños!” Quizá esa es la primera vez que escuché periodismo en mi casa: mi madre contando, muchos años después, una noticia con todas sus consecuencias, su sujeto, su verbo, su predicado; las circunstancias en que se produjo la ejecución, la personalidad de quien fue ejecutado, las razones por las que decidieron ejecutarlo. En ese relato, que mi madre me contó tantas veces como se lo pedí, cuando yo aún no sabía leer, está mi primera lección de periodismo.

Ahí había un hombre, Ferrer, ajusticiado por sus ideas, en una España que labraba a fuego lento el fascismo que luego la dividió acaso para siempre en dos mitades, la buena y la mala, o la buena y la mala desde el punto de vista de los que la dividieron. Pero no sólo había una noticia, había incluso un editorial, una opinión, que es la que se iría formando, como se formó en la conciencia de mi madre y se fue formando en la mía, sobre lo que ocurría en aquel tiempo. Ni que decir tiene que sirvió después, también, para irme haciendo una persona, con una determinada posición civil y política ante las cosas.

Había una opinión, pues, pero sobre todo había una información. Han matado a un hombre por sus ideas, que éste ha puesto de manifiesto en el momento mismo en que se inicia la ejecución. Un hombre dice al final de su vida un resumen de su vida; ha sido un educador, los niños han sido los que han marcado su voluntad, y él cree que la educación ha de ser laica, libre de ataduras religiosas, sencillamente científica. Por defender eso lo mataron.

Luego pasaron en mi vida muchas cosas, y lo más importante que pasó nace de ahí, de esa noticia que me contaba mi madre como quien abre un manual de periodismo. Luego vinieron los periódicos: una página sábana del viejo El Día en la que se contaba un suceso ocurrido en la isla de La Palma cuando yo tenía ocho años, y luego, sucesivamente, los cuentos de El Capitán Trueno, más que de El Cachorro, la revista Destino, y así sucesivamente. Y vinieron los libros, que me prestaba el benemérito, y felizmente vivo, Instituto de Estudios Hispánicos, cuya biblioteca estaba gozosamente abierta a todos los ciudadanos de mi pueblo.

A los trece años explotó en mi el periodista que se fue haciendo; empecé ya sin parar a publicar noticias en la prensa; publiqué en La Tarde, en El Día, en Triunfo, fui corresponsal de Europa Press y de la BBC y no dejé de aprender lo que ya había empezado a aprender con Salvador, este que me da voz, en la Plaza del Charco. El periodismo era un instrumento salvador, por decirlo con este adjetivo tan cristiano: servía para explicarle a la gente lo que pasaba, en cualquiera de las múltiples facetas de la actualidad, con la misma eficacia con la que mi madre me contaba la historia resumida del anarquista educador Ferrer i Guardia.

La noticia era antes que nada. Para burlarse de mi en la plaza, no sé si Salvador lo recordará, los chicos me llamaban “Juanito Cruz, el de las noticias sensacionales”. Y no porque mis noticias fueran sensacionales, sino porque a aquellos burleteros de mi adolescencia ese adjetivo les parecía adecuado al sustantivo noticia. Pasado el tiempo, noticia y sensacional pasaron a ser lo mismo, pues el proceso que ha sufrido el periodismo ha convertido en indisociable, para desgracia del oficio, el sustantivo y el adjetivo. Las noticias o son sensacionales, o sensacionalistas, o no lo son.

Aquella frase ante el pelotón de fusilamiento, pues, fue el sustento de mi primera idea del periodismo. Eso, y las cosas que escuchaba contar a los adultos en los caminos de hierba que conducían en mi casa. Noticia pasó a ser cualquier cosa que se contaba, lo que escucha en la radio y contaba luego a mis padres o a mis hermanos, lo que escuchaba decir en la plaza a los veteranos que habían sufrido la guerra o el exilio y que regresaban, silenciosos, al pueblo en el que nacieron.

Me hice periodista, en fin, y no he dejado de serlo ni un minuto de mi vida, y ya imagino que lo seré mientras respire, hasta el último suspiro de asmático, que es el adjetivo que más exactamente le va a mi persona.

Y en esta condición me presento ante ustedes, gracias a la amabilidad de Julio Yanes, que me invitó, y de Salvador, que me interpreta. Soy periodista que cree en el oficio como una identidad única, capaz de separar información y opinión, atento a la impetuosa contaminación que se está produciendo entre ambas entidades, y asustado ante la eventualidad de que esa contaminación creciente acabe con la materia única y primigenia que forma la esencia del oficio: la información.

Los peligros de que esa contaminación le gane el terreno a la definición legendaria del oficio, Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente, son múltiples, reconocidos ahora como daños multilaterales que padece este trabajo fatalmente. Todos sabemos que las redes sociales se han hecho cargo de demoler el trabajo de siglos y ahora el periodismo está en sus manos. Como todo se puede decir en la red, todo se puede decir en el papel o en la web; los periodistas creemos que nuestro oficio no es contar historias sino difundir rumores, sobre personas o sobre hechos; los instrumentos más eficaces para difundir lo que pasa, aunque no pasen, son Twitter o Facebook, e igual que antes las plazas se llenaban de rumores que eran mentiras, esta inmensa plaza pública que es la vida se ha llenado de cosas que son imposibles de desmentir porque llevan el malsano marchamo de la verdad cuando ni siquiera es hecho. Comprobar ha dejado de ser necesario, porque la comprobación se le supone falsamente al rumor que se expande con la velocidad del lodo; y la política, que es el hecho más presente en nuestras vidas, se ha hecho también sobre la base de lo que no se comprueba para que sea más dañino a la vez que se convierte, falsamente, en lo más creíble.

Lo que está sucediendo es un ataque a la base principal del periodismo, que es la que subyace en aquella frase imprescindible que Eugenio Scalfari, el gran periodista italiano, le legó al oficio: Periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente. Los instrumentos cibernéticos le han dado carta de naturaleza a elementos que no son propios del periodismo, pero su abundancia y su capacidad de penetración ya parecen olas oscuras e invencibles. Comprobar no es necesario, va la vida con demasiada velocidad, así que el sustento del rumor, aquel “ah, a mi me lo dijeron” que se escuchaba en las plazas, basta ya para sustentar noticias que no lo son, para emitir opiniones hirientes que sólo van al corazón de las personas para perturbarles el ánimo con mentiras que luego ya nadie puede desprender del dominio público. Porque esto estaba pasando, Scalfari pronunció treinta años después de aquella espléndida definición este otro dicterio: “El periodismo es un oficio cruel”.

Este estado de alarma que vive el periodismo es provisional si nosotros queremos. Si no queremos, nos envolverá en una manta sucia y acabará con la esencia del oficio. Si no somos capaces de dimitir de nuestra vocación falsa, la de comentaristas de tertulias en las que se dice lo primero que se nos viene a la cabeza, si no somos capaces de distinguir, otra vez, lo que es información de lo que es opinión, si seguimos siendo incapaces de distinguir la noticia de la hojarasca, asesinaremos para siempre el oficio, haremos periódicos para que la gente lea lo que quiere leer porque sólo lee ya aquello que le conviene a sus ideas y no a su necesidad de información, habremos sucumbido a la demagogia de las opiniones interesadas y pondremos el oficio en manos bastardas, las de quienes, no siendo periodistas, afirman en la plaza que ellos sí que lo son porque hablan más alto que los que no se atreven a decir lo que no saben.

En ese oficio respetuoso con la información me crié, en ese oficio quiero seguir viviendo, con esa respiración quiero que me asista el oficio, hasta el último suspiro. Eso defiendo.

Muchos años después de haberle escuchado a mi madre aquella exclamación que hizo Ferrer i Guardia ante el pelotón que le quitó la vida en octubre de 1912 fui a una enciclopedia para ver si mi madre había inventado algo. Allí estaba la misma información que mi madre me dio tantas veces cuando yo era un niño que no sabía leer. Ella no inventó nada, todo lo que dijo estaba allí, marcado con el fuego inevitable de las enciclopedias. Luego ella me enseñó a leer leyéndome una noticia, la misma siempre, sobre un suceso que pasó en La Palma. Creo que eso me hizo periodista, la información, los hechos, la admiración por quienes lo contaban tal como fue. Como mi madre me contó, tal como fue, la ejecución de Ferrer i Guardia y su grito inolvidable: “¡No tengo miedo a la muerte, vivan las escuelas laicas, vivan los niños!”.

Salvador, Julio, amigos, viva el periodismo, que no nos lo fusilen.

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