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Filólogos y periodistas

"Fenómenos como el de las redes sociales –y antes, el de las televisiones locales– o la aparición de nuevos lenguajes obligan a no quedarse con los brazos cruzados", escribe Salvador García Llanos.

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El profesor Gonzalo Ortega Ojeda fue muy crítico y llegó a calificar de fracaso el desarrollo de las III Jornadas del Español en Canarias, hecha por la Academia Canaria de la Lengua, a la vista de la escasa repercusión que había tenido entre los profesionales de la comunicación, reflejada en una reducida asistencia.

Asumimos su planteamiento –en realidad lo dijimos en la sesión de apertura– para engrosar la parte de autocrítica con que generalmente acudimos a estas convocatorias, siempre con ánimo de aprender, seguir curtiéndose y contribuir –esmerándonos– a la consecución de los objetivos propuestos.

Ya se ha dicho que los periodistas somos poco dados a la vida asociativa. Sus múltiples ocupaciones condicionan una enormidad dedicar tiempo a los menesteres de la formación y las relaciones profesionales. Si encima, las circunstancias predominantes en el trabajo no favorecen, falta humildad –como se reprochó– y no hay demasiado interés en reciclarse, actualizar conocimientos y acceder a nuevas fuentes o a fuentes alternativas, los resultados pueden ser decepcionantes.

Y eso que el profesor Humberto Hernández invitaba con una sugerente pregunta: “¿Qué pide el periodismo a los filólogos?”. Del necesario entendimiento entre ambas disciplinas hablaron en una ponencia José Luis Zurita y Ramón Alemán, el primero con afán de que los nuevos lenguajes, el de las redes y el de los móviles, no se pierda en economías baratas y vulgarismos que los deformen; y el segundo, con ganas de que haya más profesionales de la comunicación que le requieran para despejar dudas.

“Les pedimos, profesor, que tomen la iniciativa”, fue nuestra respuesta. Habremos de ser ingeniosos y probar todas las fórmulas que sea con tal de estimular los conocimientos para mejorar el ejercicio profesional, para escribir y para hablar mejor. Para evitar que algún locutor exprese “andó”, en vez de anduvo, y encima un telespectador, cuando se le hace ver el error, manifieste que “lo dijo la tele”, otorgándole, poco menos, carta de categórica rotundidad. O que se escriba, ahora que se barrunta la posibilidad de ganar una competición señera, doceava en vez de dudodécima. Y que se escuche “nadien” o “nadies”. En fin…

Una solución podría ser acudir a la misma sede de los medios. Así se lo trasladamos a la Academia. Ya que es difícil armonizar y coordinar fechas y horarios, se trataría de convenir con las empresas jornadas de trabajo en directo, allí sobre las mismas mesas y las mismas pantallas donde se opera a diario, para corregir los yerros y los vacíos, las construcciones deslavazadas e insustanciales, la sintaxis disparatada y hasta las faltas de concordancia. Si la montaña no viene… Introducir y combinar elementos frescos, hacerlo de forma ágil y pragmática, es una de las opciones. Ganarían todos: las empresas, que tienen allí, en casa, a sus empleados; los profesionales, que dentro de sus horarios, pueden dedicar tiempo a la formación y al reciclaje y seguir la estela del aprendiz permanente; y los destinatarios del producto informativo que otorgarán la credibilidad y la confianza necesaria en función de cómo les sea presentado.

Tenía su razón, claro que sí, el profesor Ortega, de ahí que no caiga en saco roto el propósito encaminado a conocer y utilizar mejor una herramienta esencial para la convivencia, el entendimiento, las relaciones y la difusión de los mensajes. Fenómenos como el de las redes sociales –y antes, el de las televisiones locales– o la aparición de nuevos lenguajes obligan a no quedarse con los brazos cruzados. Se trata de no desaprender sino de estar a la altura de las exigencias de una sociedad que quiere comunicarse mejor.

Y en esa tarea, los filólogos tienen la llave y mucho que aportar.

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