
JOSÉ LUIS ZURITA
En Santa Cruz de Tenerife, en la calle Salamanca, número 5, me hice periodista y también me desencanté de la profesión para, a renglón seguido, quererla con locura. En la Redacción aquella de DIARIO DE AVISOS pasé de la máquina de escribir al teclado y a la pantalla, y presencié como el cuarto oscuro y las fotografías de papel de Lucio Llamas, Javier Ganivet, Carlos González y Sergio Méndez daban paso al imparable universo digital. En aquel edificio, que fue sede de la fábrica de Tabacos Gan, me embriagaba el olor a química de la Fotomecánica y el rugir de la rotativa de Bolívar. Algunas madrugadas me quedé de guardia. Algunas madrugadas dormité entre páginas. Algunas madrugadas apagué la luz.
Con el director, Leopoldo Fernández, pisé la trinchera de la noticia, la magia de la crónica, las confidencias de la entrevista, la crítica del artículo. Y aprendí a titular, a no repetir palabras y a bailar con las letras. Felices y azarosos noventa. Años antes había vivido, de refilón, las desapariciones del familiar La Tarde y de La Hoja del Lunes, al igual, que después, ya más consciente, atestigüé las de Jornada Deportiva, La Gaceta de Canarias y, más recientemente, la de La Opinión de Tenerife. Crecí entre periódicos y con el runrún de una frase que no se olvida: “Él solo se murió y entre todos lo mataron”, en alusión al cierre de El Diario de Tenerife de Patricio Estévanez.
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