
JUAN CRUZ RUIZ / El DÍA
Cuando era tan joven que ignoraba qué era la ironía y qué era el fascismo escuché en uno de aquellos primitivos programas en blanco y negro de la única televisión presente lo que decía José María Pemán cada semana acerca de lo que le diera la gana, pues era el hombre (el escritor, al menos) más mimado del régimen.
Pemán era un simpático, y muy influyente, escritor gaditano que tuvo una enorme repercusión en todas las artes literarias de la posguerra, y de la guerra, hasta el punto de que fue encargado por Franco para ponerle letra al himno nacional. Tarea tan poco fructífera como lo sería más tarde cuando lo intentaron otros, incluso en la época democrática. España se quedó sin himno, porque ni a Pemán le permitieron acertar con la letra.
El otro personaje de la literatura, el teatro y el periodismo que entonces estaba presente en la televisión única era Emilio Romero, que fue director de Pueblo, el periódico al que yo me suscribí en Tenerife cuando era un chiquillo picado ya por el bicho de este oficio. Era lo que entonces escuché llamar, también para otros medios, «un buen periódico», porque se armaba con noticias, reportajes y entrevistas y no dejaba que la opinión (a no ser que fuera en píldoras) mandara sobre todo lo demás.
Romero, que sí opinaba lo que le daba la gana, a través de una sección habitual en la que él se llamaba gallo a sí mismo, estaba entonces presente en todos los foros, era el más influyente de los periodistas, mandaba también sobre los sindicatos (su periódico era pagado por aquellos sindicatos verticales), e hizo famosa, en su sede televisiva, una frase que explicaba su cinismo. Dijo, en un programa que yo escuché, lo que él hacía cada vez que había lo que entonces también se llamaba «crisis de Gobierno». Dijo exactamente: «Lo que yo hago cuando se mueve el Gobierno es sacarme el paraguas; y cuando acaba la crisis cierro el paraguas». Porque el Gobierno también nombraba o desnombraba a los periodistas para dirigir los periódicos. Por cierto, nuestro director de entonces en EL DÍA, nuestro legendario Ernesto Salcedo, también tenía lista esa pituitaria, pues cada vez que se escuchaban tambores de cambio se iba a Madrid, al Hotel Nacional, a «enterarme de cosas»,como decía él.
Emilio Romero era uno de los mayores cínicos que tuvo el oficio en la historia que yo he conocido, y ahora ni se le recuerda por eso. Igual que a Pemán lo recuerdan muy poco, a pesar de que hubiera sido interesante que lo que hizo (contra las libertades) y lo que dijo (también contra las libertades: decía que estas eran posibles en el ágora griega «porque a la gente se la6 podía juntar en un estadio»), podría ser hoy piedra de toque para los que hacen burla del periodismo introduciendo ironía y no análisis en lo que es el ejercicio de la información y el comentario. Cada vez más, cada vez en más periódicos, pero sobre todo cada vez más en las tertulias en las que (casi) siempre están los mismos diciendo las mismas cosas. Entre ellos, perdón, el que aquí los critica.
Ahora vivimos, en mi opinión, una intromisión peligrosa de quienes ejercemos el oficio en un terreno que no es propio del periodismo sino de la habladuría. Es lo que está ocurriendo en esta trufa en la que se han convertido las consecuencias de las noticias, que antes de que se sedimenten o se confirmen, ya tienen en nosotros, los periodistas, sus condimentos inmediatos, en forma de ironía, de sarcasmo incluso, y de otras precipitaciones del humor alevoso que no nos corresponde ejercer a nosotros.
Por razones del insomnio y también por la naturaleza que me ha dado el ejercicio muy temprano del oficio, escucho, veo y leo muchísimo periodismo, ejercido generalmente por periodistas, aunque ahora eso se mezcla con otros fichajes que provienen de ejercicios diversos que, al llegar a esta frontera, se hacen llamar analistas para ser incluidos en la ya larga lista del paraperiodismo nacional. Esa mescolanza ha hecho más habitual la libertad para hacer del periodismo una zona de la opinión, cuando lo cierto es que la opinión no es periodismo.
La opinión no es periodismo. Es otra cosa que puede ser dañina, incluso maligna, pero también noble e ilustrada, pero no es periodismo, perdónenme los colegas que solo hacen opinión siendo (o habiendo sido) excelentes periodistas. La opinión es lo que entra en el periodismo escrito con el código de la cursiva y en los otros periodismos, el radiofónico, en el de las redes, en el televisivo, entra como le da la gana. Ni la cursiva justifica hoy tanta opinión precipitada en la que quien la usa no advierte antes de que o no sabe nada o sabe poco de la materia o, si lo sabe, no atiende a lo que es informativo para explicar tan solo su opinión e irse tan contento de haberla lanzado. «Yo creo» es, últimamente, el latiguillo con el que, en televisión o en radio, sobre todo, empiezan todos los análisis. ¿«Yo creo»? Creer no es saber, ni haber sabido, es tener fe, en Dios, por ejemplo, y esa doctrina no te da materia para opinar.
En ese ámbito lo que observo, además, es que quienes tienen gracia para ello, e incluso los que no tienen gracia para nada, periodistas o paraperiodistas, están haciendo del periodismo un campo de batalla en la que se muestran partidismos envueltos en ironía o en sarcasmos. Como observo cada vez más esa tendencia a enmarañar lo que ocurre con lo que se quiere que quede de lo que ocurre, y como veo, escucho o leo que la ironía (o el sarcasmo, la burla) está cada vez más presente en el mensaje, esta semana recordé en un tuit aquello que dijo José María Pemán y que yo escuché cuando aún ni me había bautizado como periodista: «La ironía es peor que el fascismo». Él hablaba solo, en una especie de púlpito, aunque en un tiempo se hizo acompañar de un actor que hacía de Séneca, que le ayudaba a ser,además, sentencioso.
Fue curiosa la reacción en la red acerca de aquella frase pemaniana sobre la ironía y el fascismo, que además utilicé sin ponerle las comillas que naturalmente merecía, porque no era de mi autoría. Y además yo no dije en primera instancia de quién era la frase. Un amigo mío muy querido, el poeta y novelista Marcos Ricardo Barnatán, hizo en la propia red un comentario muy al caso: «Qué barbaridades se te ocurren, Juanito». Ya había explicado enseguida yo mismo de quién era la frase e incluso había contado con qué propósito la había traído a colación. La ironía, decía Pemán, era peor que el fascismo porque él era fascista de raíz. Entonces decir fascista como insulto solo era admitido en bocas como la suya, y en todo caso para él, en efecto, usar la ironía debía ser sometido a escrutinio de los que mandaban en la época, que justamente eran fascistas.
Ahora la ironía es un arma del periodismo, y no voy a ser yo quien diga que me parece mal su uso. Lo que no me parece bien con respecto al uso de la ironía es que se haya impuesto como el elemento más vistoso de la opinión o del comentario cuando este se hace a la ligera, mientras ocurren las cosas o antes de que estas se solidifiquen.
Así que la ironía se está convirtiendo en un género del periodismo. Sería interesante que viéramos qué ingredientes tiene dentro semejante consecuencia del mejunje, quitarle ironía a la hojarasca del comentario para ver de veras qué queda. Quedará la información,cuanto más mejor; lavarse las manos, o ensuciárselas, con la opinión propia, debe hacerse cada vez más con papel higiénico o con papel de fumar.