
LUIS MARTÍNEZ / EL MUNDO
En su extraña, monumental y autorreflexiva novela Mundo hormiga, Charlie Kaufman imagina la genealogía perfecta del crítico de cine. Le da el nombre de B. Rosenberg y le describe como un tipo esencialmente peculiar con una relación conflictiva con casi todo, salvo con una cosa: el fracaso. Es académico, pero fracasado. Es cineasta, pero fracasado. Es amante, pero desastroso (y, por tanto, fracasado). Vende zapatos, pero, admitámoslo, no le va muy bien. Y así. Pero, pese a todo, es desde ahí, desde la consciencia clara y perfecta de su fracaso, desde donde se muestra perfectamente capaz de analizar algo tan esencialmente raro como una película. Porque, ¿qué es una película? ¿El más fiel reflejo de la realidad o justo lo contrario: la mejor excusa para, precisamente, huir de ella? ¿Acaso un sueño compartido y, por ello, lo opuesto a precisamente un sueño, que, por definición, es lo más personal e íntimo que uno pueda imaginar… o soñar? Digamos que, a su modo y si prescindimos de las connotaciones morales (por negativas) que nuestro modelo de producir cosas le ha dado al término fracaso, se podría decir que también el cine como modelo de representación podría ser considerado un fracaso. Y no me refiero a lo que le pueda pasar en su enésima crisis existencial, sino en su esencia. Es, si se quiere, un fracaso perfecto. Todo empieza a cuadrar.
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