
JOSE LUIS ZURITA
No soy hombre de mar aunque crecí a la orilla del Muelle de Ribera, el mismo en donde atracaban el Ciudad de La Laguna, el Villa de Agaete, el J.J. Sister y el Manuel Soto, muy cerca de la Farola y de la Marquesina. Y de los laureles de Indias. Y de los Paragüitas y del limpiabotas que ya no están. Por estos apegos de infancia y por el familiar amor al puerto que se hereda de padres a hijos, la bahía de Santa Cruz que reposa a la sombra de la cordillera de Anaga se lleva en la sangre. Y se defienden sus diques que traen riqueza y bullicio a la población, antes a través de tinglados y, de un tiempo a esta parte, con estaciones para distinguidos cruceros que miman a cruceristas que dormitan en camarotes con vistas al océano. Y también se amarran a los noráis malcaradas plataformas de apostura industrial que traen efectivo, barcos Ro-Ro que cargan y descargan, y rápidos catamaranes que nos acercan a Agaete y a su muñón divino. En ocasiones, contemplamos la estampa de apuestos veleros de recreo o buques escuela que inundan de impolutos uniformes blancos la calle del Castillo. Las queridas fragatas Danmark y Libertad, el cercano Juan Sebastián Elcano o el exótico Cuauhtémoc visten el litoral con sus velámenes, mástiles y botavaras.
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