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"Fajanas", por Eliseo Izquierdo

"Tenemos todos el deber de contribuir, seamos filólogos o no e incluyendo a los vulcanólogos, a que la lengua común la usemos con propiedad".
Plataforma marina generada por la lava del volcán en La Palma. (EFE)
Plataforma marina generada por la lava del volcán en La Palma. (EFE)

ELISEO IZQUIERDO

Miren por dónde el volcán palmero ha desempolvado –¡qué paradoja!– algunas palabras muy nuestras, aunque su origen no lo sea, emparentadas con las erupciones en esta tierra. Vocablos vivos y sin embargo arrinconados en el ámbito insular, muy expresivos y de acentuada plasticidad pero desconocidos fuera de las islas por la gran mayoría de hablantes de la misma lengua, pese a que el Diccionario las tiene en sus páginas desde hace años.

La que ha irrumpido con más ímpetu es «fajana». Es una palabra diáfana, eufónica. Resalta por la claridad y rotundidad de sus eslabones vocálicos perfectamente engarzados. Como muchas otras, y como tanto más, la trajeron consigo a las islas los portugueses, igual que la llevaron a Azores, Madeira y Cabo Verde, territorios en los que también se mantiene activa mientras se ha ido perdiendo en el Portugal continental. Está documentado su uso en Tenerife desde el año 1500.

En el término municipal de San Cristóbal de La Laguna, dos entidades geográficas diferentes llevan este nombre. Una, cara al mar; la otra, tierra adentro. Ambas son muy representativas de las dos acepciones principales del vocablo.

El primero de dichos enclaves se conoce por Punta Fajana. Es un pequeño promontorio de apenas cuatro o cinco metros de altitud. Se halla en el macizo de Anaga, ese mundo fascinante, de misteriosas raíces ancestrales fuertemente aferradas, que definió en cierta ocasión la profesora Marisa Tejedor como una «isla dentro de la isla».

Punta Fajana se asoma al litoral entre la baja de Juan Negrín y playa Pachila, casi aledaña a la de Ocadila y no muy distante de los Dos Hermanos de Punta del Hidalgo, cerquita del caserío de Chinamada y del barranco de Taborno. Se llega a ella por un angosto sendero escarpado. En su espalda, bancales bien cuidados de papas, coles y millo. Algunos tajinastes blancos resisten los embates de los alisios. La pared vertical que mira al océano tiene a sus pies una pequeña playa salvaje, muy peligrosa, batida con furia por el oleaje. Esa ribera de menos de treinta metros de longitud es justamente la fajana creada por el derrubio de los basaltos y las fonolitas en su precipitarse a la costa desde la altura, que el oleaje embravecido se encarga de peinar sin descanso.

La otra Fajana lagunera se halla en el borde perimetral de la ciudad, a la vera y casi en el fondo del barranco de la Carnicería, más allá de Barrio Nuevo, camino de Santa Cruz. Ha sido tradicionalmente territorio de libertad y correrías, lugar de encuentro de gente menuda y no tanto, provenientes los más de la extensa área que va de Molinos de Agua, barrio del Timple y la Verdellada hasta las cercanías de la Cruz de Marca, sin olvidar el núcleo final del citado Barrio Nuevo, donde una de sus calles lleva en la actualidad el nombre de La Fajana. Para muchos de ellos, el mayor atractivo, después de zascandilear por los abruptos alrededores cazando lagartos o volando cometas, era bañarse en el charco que junto a la fajana formaba el agua que bajaba del monte de las Mercedes, que solía mantenerse incluso en los veranos.

Tanto para la RAE como para la Academia Canaria de la Lengua y los filólogos más cualificados, una fajana es el terreno al pie de una ladera, un escarpe o un barranco, formado por materiales desprendidos de las alturas. Nada que ver con la palabra «delta», que por su parecido con la representación gráfica de la cuarta letra del alfabeto griego vale como metáfora del triángulo de materiales de arrastre o aluvión que forman en la desembocadura de algunos ríos su encuentro con el mar, pero no para lo que está ocurriendo en La Palma, que no es poco, o con lo que con anterioridad ocurrió en la propia isla bonita (Quemados, Franceses, Barlovento) y en otras, como Tenerife sin ir más lejos, con fajanas tan bellas como las de los Realejos o San Juan de la Rambla.

Mientras hay quienes, acaso por pereza mental, o por rutina, o simplemente por no querer bajarse del burro, siguen erre que erre con lo de «delta» o con lo de «lapilli» (que no es sino el mismísimo picón, pero dicho en italiano y sin la connotación del tacto rasposo y levemente arañable de nuestro canarismo, muy expresivo) tenemos todos el deber de contribuir, seamos filólogos o no e incluyendo a los vulcanólogos, a que la lengua común la usemos con propiedad. Remozándola e iluminando sus entresijos (junto con otras muy de los trágicos momentos que todos vivimos con La Palma, como pueden ser malpaís, jable, el rofer lanzaroteño y las zahorras o sahorras) contribuiremos a mantener su lozanía y ensancharla.

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