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Si te dicen que ya no estoy en Radio Club

Post de Carmelo Rivero en su blog de 'Diario de Avisos', acerca de su salida de radio Club Tenerife

En los últimos 32 años he vivido en Radio Club. Mañana, tarde y noche en mi caravasar. Ayer le di un abrazo por última vez a la puerta principal de la emisora en la Avenida de Anaga –como en un ‘planking’ de pie-, por si, en efecto, no vuelvo a franquearla nunca más después de la noticia, que ha sido la más amarga de las noticias que me han contado en los últimos tiempos y que hablaba de un señor de 54 años, casado y con un hijo de casi diez meses, al que despedían después de más de tres décadas de trabajo en una empresa que no cotizó por él a la Seguridad Social. El sujeto de la noticia era el mismo al que se la daban. O sea, yo.

La soledad del despedido sólo la sabe el que la padece. Es lo más parecido a un apagón eléctrico. En mi caso, me apagaron. Pero, por más que reclamé, no me ‘pagaron’ ninguna indemnización por despedirme. Eso no. En esta crisis, han sido despedidos centenares de compañeros de profesión, que engrosaban las listas del paro, con las espaldas cubiertas con la prestación por desempleo. Yo no tengo derecho a ese ‘privilegio’. La mayoría de ellos, fueron indemnizados antes de perder el puesto de trabajo. A mí me han negado también esa compensación. Me han señalado el camino de la puerta con la frialdad de una flecha pintada en la pared. Y me he ido, a la espera de lo que diga un juez.

Conté los escalones, pensé en 32 años mientras los bajaba por última vez hacia mi ‘Yoknapatawpha’ del alma, que quienes me conocen saben que es la Avenida de Anaga, el condado de ‘Da Gigi’. Y no me traicionaron las lágrimas del desgarro casi visceral que representaba para mí tan sólo pensar que no volvería a subir esos peldaños para hablar por la radio con la gente como cada uno de los días de los últimos 32 años vividos delante de un micrófono. He hablado más por la radio entre esas cuatro paredes que fuera de ellas en todo este tiempo. Me dije que me despedían porque había durado demasiado la historia imposible de amor para siempre.

Yo he querido a Radio Club con la pasión de un amor sin fin, que superó todos los estragos y traiciones. Me la presentó formalmente Paco Padrón en 1979, y un poco antes, estando yo de paso, lo hizo Juan Rolo, sin saber que de niño ya había pisado aquellos estudios de Suárez Guerra de la mano de una diosa de la radio: Genoveva del Castillo, que me recitó unos versos de mi propia inspiración. Después, el idilio cogió un rumbo fatídico: parecía que era para toda la vida. Y eso es fatal si un día se rompe traumáticamente. El lunes se rompió de un modo unilateral. ¿Se acabó el amor de Radio Club hacia mí? Sin duda. Bajé las escaleras metabolizando ese desengaño horrible. No entiendes que te dejen de querer. Ni siquiera las paredes, las mesas, los micrófonos. Y, por supuesto, las personas que tienen la última palabra. Creo que hay un puñado de compañeros y compañeras, que allí quedan o ya se han marchado, que me guardan de verdad el afecto que yo les profeso. Pero es inevitable sufrir el duelo del adiós. Mi propio pésame.

Le dije a quien me transmitió la decisión que cometían “un crimen” conmigo. Porque eso es lo que sentí. Un disparo en la frente. Me fui a casa desangrándome por dentro. Con el Premio Canarias haciéndose pedazos, creyendo oír las burlas de más de uno detrás. Hablo en serio. Acaso es la profesión la que me expulsa. Siempre fui un inadaptado. Tuve miedo a parecer petulante por lejano y misántropo. Y me mantuve demasiado solo, sin formar camarillas, ni siquiera de las que me atribuyen un falso padrinazgo. Solo. He estado siempre más tiempo solo que acompañado. Mis amigos son los de siempre, una media docena, a quienes veo de San Juan a Corpus. Y ahora me apena dar este disgusto a quienes eran mis amigos en la sombra. Que los oyentes me perdonen por que les deje de hablar. Echaré de menos los ‘comentarios’ y ‘los desayunos del Mencey’. Echaré de menos a ‘Multiópticas Rodríguez’, que no me quitó el patrocinio ni en los peores trances de la crisis. Guardo un recuerdo de Gilberto Alemán inventando oficios cuando se quedó si el oficio de toda la vida. Éste del que echan.

El lunes, a la una, la directora de Radio Club Tenerife, Lourdes Santana, fue la persona designada para darme la mala noticia de la SER.“No vas a seguir en Radio Club”. Sin indemnización, sin derecho a paro. En la calle. En los 32 años trabajando en la emisora no cotizaron por mí a la Seguridad Social, no figuré en plantilla, y, a sabiendas de que es falso, me despiden como un ‘colaborador’ ocasional y pasajero (32 años de pasantía). Esa idea no cabe en cabeza alguna, y decenas de miles de oyentes son testigos de las horas en que me prodigué cada día ante el micrófono de Radio Club, mi fratria íntima. Es una mentira apoteósica que ofende a la inteligencia, repito, de multitud de oyentes que, en muchos casos, nacieron escuchándome y, hartos ya de mí, tienen hijos, familia y más de treinta años encima.
Cuando Polanco vivía yo creía ingenuamente que todos viviríamos cien años por lo menos. Polanco era un hombre poderoso cargado de sencillez. Una vez me dijo en la puerta de su despacho de Santillana, en Madrid, con desconsuelo. “¿Y ahora te vas para Tenerife? ¡Qué suerte! Yo tengo que esperar hasta el viernes por desgracia”. Adoraba a la isla, al sol de la isla, donde tenía una emisora en la que yo trabajaba de sol a sol. Una noche, en el despacho de Xuáncar, nos anunció con los ojos humedecidos que estaba dispuesto a ir a la cárcel antes de pagar la fianza por el ‘caso Canal Plus’, la vil persecución contra él y Cebrián. Uno de aquellos veranos en que se mudaba a Tenerife para olvidarse del mundo, tardó en recibirnos a mi hermano y a mí –algo tan impropio en él como para alarmarnos-. Tardó mucho. Y al cabo de un largo rato, irrumpió en el vestíbulo del Jardín Tropical –‘su hotel general’ antes del Abama–y nos contó que había estado vomitando toda la tarde. Fue la primera vez que caí en la cuenta de que Polanco era humano y un día se iba a morir.

Pero yo nunca reparé en que jugaba con fuego trabajando en un sitio sin estar en plantilla, llevado de eso que ya no se usa ni ahora, ni antes de la crisis: la buena fe. Hace menos de diez meses, cuando mi hijo Ángel Benza nació, me prometí regularizar mi situación laboral en la radio. Cobré conciencia de mi exceso de confianza. Lo primero que hice, ante el cambio de dirección (Lourdes Santana por Xuáncar, camino de la COPE), fue hacérselo saber a la empresa, pero no fue posible acuerdo alguno y ahora los tribunales tendrán que decidir: si soy un colaborador esporádico o un trabajador fijo que tenía que estar en nómina desde hace 32 años. Yo siempre supe que no podía enfermarme para no dejar de trabajar. Ahora sé que no podré jubilarme dignamente nunca. ¿Quién me devuelve 32 años sin cotización?
Polanco, en efecto,
murió. Y la Ser, a mi juicio, empezó a dar bandazos como un muñeco de trapo, sin alma. Ya no está Daniel Gavela. Ni Antonio García Ferrera. Ni Carlos Llamas. Ni los González, Castaño y Lama, ni… No queda nadie de entonces, con quienes conviví meses en Radio Madrid mientras hacía con mi hermano Martín la biografía de Iñaki Gabilondo, que tampoco ya está en la SER. Incluso, en sus días de mayor gloria, con más de tres millones de oyentes, el genio de la radio me preguntó en el comedor de su casa: “¿Qué dicen de mí los jefes? ¿Crees que me quieren?” Su mayor temor era que un día le dijeran a la cara, como al histórico Antonio Calderón: “No vas a seguir en la SER”.

Me acordé el lunes de Iñaki.

En Buenos Aires, antes de que cayera la tarde y nos acribillara a balazos el frío, me cité en una taberna con Carlos Carnicero. Cuando llegué, estaba escribiendo en el ordenador, en una de las mesas, feliz como un niño con barba postiza de adulto glotón en su arcadia. “Sí, aquí la verdad es que soy muy feliz”, nos dijo a mi esposa y a mí como si presintiera que no podía ser duradera una felicidad inconmensurable. Cuando nos despedimos, se me grabó su mirada melancólica de español a gusto en América, que le llevaba la contraria a Cernuda triste y trasterrado. Carnicero no tenía nostalgia de España, le aburrían los monotemas de sus compatriotas y agradecía tomar distancia y vivir allá lejos, cuando no en Cuba. Pero me dijo adiós con un presentimiento en los ojos infantiles temiendo que le quitaran el juguete de Argentina de las manos. Y, por si acaso, cerró el ordenador, que también dijo adiós.

Cuando el otro día lo despidieron recordé aquella escena, de las premoniciones que vamos acumulando en la vida. Cuánto dicen, incautas, las miradas. Cuánto callan las palabras para no desmentirse. En otra arcadia mesetaria de la España peninsular, imagino a Carlos Blanco, ya autodespedido de la SER, en una placentera prejubilación que ya quisiera para mí poder disfrutar algún día. Me temo que no va a ser posible.

Pasé las últimas vacaciones en Perú. Busqué hasta el último día un mamey por encargo de mi amigo José Antonio Pardellas, se lo conseguí. De vuelta al ferragosto de Santa Cruz, se lo entregué en mano. Y los dos ya sabíamos que no íbamos a volver a estar en la tertulia de ‘Tajaraste’. ¡Qué se va a hacer!

Cuando Martín y yo escribíamos en ‘Triunfo’ o ‘El País’; cuando yo le di a los 12 años aquel soneto a don Víctor Zurita, que me publicó en ‘La Tarde’; cuando nuestro tío Paco el librero nos leía de noche los artículos que escribía a lápiz sobre ópera; cuando Manuel García Padrón me contrató de recepcionista de su despacho de abogado con la condición de estudiar a todas horas, me dictaron lecciones de humanidad que nunca olvidaré. Por eso este lunes, una vez despedido, me acordé de todos ellos. ¿Por qué nos habremos deshumanizado tanto? Ni siquiera en ‘Up in the Air’ funcionan los despidos telemáticos, y el que ha visto la película sabe que Ryan Bingham (George Clooney) acaba imponiéndose a la máquina y es rehabilitado para despedir en persona a los trabajadores que caen en desgracia, una vez fracasada la videoconferencia como método humano éticamente aceptable. El guión de mi historia es aún más macabro: te despiden cara a cara sin la paga de ese mes como si ese fuera tu cenotafio.

Me levanté el lunes, me duché y me afeité para ir a mi propio funeral en Radio Club. Ahora que estoy muerto en la radio puedo decir qué se siente. Ganas de volver a empezar. De cero.

 

Referencia: Diario de Avisos

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