
SALVADOR GARCÍA LLANOS
Para unos será el método más seguro. Para otros, una manera más de resignación. Hay quienes aceptan como mal menor. Lo que hay, en esa suerte de frase liquidatoria y resolutiva. La más clara de las vías para proseguir. En fin…
En las conversaciones entre periodistas, se suele presumir de no haber sufrido una prohibición, de no tocar determinados temas o de no criticar equis personajes. Pero eso equivale a ser conscientes de hasta dónde se puede llegar. Entre lo políticamente correcto, el respeto a la línea editorial del medio en el que trabajas y ese momento en que aceptas las reglas que impone la organización, muchos colegas adoptan la autocensura como práctica rutinaria. Así surge y así termina imponiéndose. No es malo, pero tiene sus reparos.
Es un gran error. Pero es fácil decirlo. La periodista Laura Weffer, editora y cofundadora de Efecto Cocuyo, una plataforma que lucha por remontar la censura y el cerco mediático en la Venezuela de Nicolás Mauro y Diosdado Cabello, autora de varios libros y con galardones de prestigio, señaló que la autocensura le pareció siempre más grave que la censura. La censura viene como imposición del medio.
La periodista peruana Esther Vargas, con más de treinta años de experiencia en medios impresos y digitales, ha escrito al respecto que “la autocensura se gesta en el inconsciente y pesa como una cruz, que llevas en silencio, lo que hace de ti un periodista sin brillo, uno más del montón, uno que se adapta sin cuestionar, que optó por el silencio y la resignación”, escribió.
Su confesión no se agota ahí: “No voy a decir que en más de veinte años de carrera no he callado. Sí, lo he hecho. Pero esos silencios me sirvieron para darme cuenta de algo que ha marcado mi destino: la autocensura, el silencio voluntario por las circunstancias y el adaptarse a la rutina infame de ni siquiera alzar la voz, te hace un periodista infeliz, y no puedes hacer periodismo desde la infelicidad, desde la frustración. Los que pagan son tus lectores. Un periodista que se pone la mordaza solito hace el peor periodismo del mundo. Hace salchichas, hace notas oficiales, hace periodismo descartable”.
Cierto que las circunstancias sociopolíticas que concurren en muchos países del área iberoamericana influyen o predeterminan en un periodismo condicionado o autocensurado. Malo cuando se hace norma. Pero es evidente que en tales países no necesitan periodistas resignados. “Necesitan periodistas que, con el conocimiento de saber cómo funcionan los medios, son capaces de hacer reflexionar a sus jefes y no callar”, proclama Weffer. Se trata de sortear esa imposición, pero también el silencio informativo, las omisiones ignominiosas, la tergiversación de la realidad, los dimes y diretes… en fin, en la declaracionitis vacía, como definió la autora peruana quien reflexiona seriamente sobre las consecuencias de estas prácticas, convertidas a la larga en fenómenos: “Cuando la democracia está en juego, cuando los principios democráticos están en entredicho, cuando se abre la olla y la comida apesta, el silencio autoimpuesto te anula como profesional, y toca dar un paso al costado”.
Porque en la vocación, en las enseñanzas y la experiencia adquirida, se contrasta que el periodismo es un servicio. El periodismo busca la verdad. El periodismo (es un decir) no da voz a los poderosos. El periodismo es el parlante de la gente, de la sociedad inconforme, de los invisibles, de los que dejaron sin voz, de los que nunca tuvieron voz.