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Miles de días en los periódicos /15. ‘El dinero no hace la felicidad, pero contribuye’, por Juan Cruz Ruiz

“Ya es tarde para renacer, pero no está mal seguir durando, para seguir haciendo lo que más gusto me ha proporcionado entre todos los oficios que preceden a la presente ocupación tan absorbente”.
Juan Cas, antiguo director general de la Caja General de Ahorros de Canarias. (ARCHIVO FUNDACIÓN CAJACANARIAS)
Juan Cas, antiguo director general de la Caja General de Ahorros de Canarias. (ARCHIVO FUNDACIÓN CAJACANARIAS)

JUAN CRUZ RUIZ

He conocido la felicidad en el periodismo, y también he conseguido su contrario. Llevo más de sesenta años en el oficio y vuelvo a tener asma, tanta que ahora que he estado en Gran Canaria con queridos amigos de las nuevas épocas (¡y no tan nuevas!) del oficio, entre ellos el director de LA PROVINCIA Antonio Cacereño y el exdirector del mismo periódico Diego Talavera, ambos me han conminado, como se conmina a un viejo, a que me cuidara el catarro. Se fijaron en mis pies, desnudos, me aconsejaron que me los cubriera, porque por ahí entran los catarros, y estuvieron más tiempo del que se dedica a un niño tratando de darme consejos para sobrevivir.

Ya es tarde para renacer, pero no está mal seguir durando, para seguir haciendo lo que más gusto me ha proporcionado entre todos los oficios que preceden a la presente ocupación tan absorbente. Pues he sido cortador de cañas para la pirotecnia, maestro de escuela sustituto, listero en unas sorribas, compañero de mamposteros, ayudante de oficina y cobrador de morosos, en este caso sin éxito alguno pues aquellos deudores de mi padre me recibían como si yo tuviera que pagarles.

En todo caso, soy periodista, y para siempre, lo que sea que signifique ahora la palabra siempre. Gané dinero más bien tarde, en comparación con la fecha en que hice los primeros pinos en el oficio. El primer sueldo, como he señalado en algún momento del pasado de estos artículos, me lo dio EL DÍA cuando empecé a ser un colaborador insistente, invitado además por Ernesto Salcedo a trabajar en la propia Redacción. Y luego LA PROVINCIA (eso lo dije hace poco) me pagó en un sobre el monto total de colaboraciones, de modo que le llevé a mi madre, intacto, aquel regalo de 16.000 pesetas que tan feliz vi que la hizo. Pero no había contado aún con qué felicidad recibí el primer salario fijo, y por tanto constante, que me otorgaron en el periódico tinerfeño desde el primer mes en que ya fui un redactor en plantilla.

Lo que no he contado es lo que pasó con este nuevo sobre, canelo como solían ser los recipientes de esas pagas. Pequeños y rectangulares, acaso para que cupieran en el bolsillo de las camisas, que fue, por otra parte, donde lo guardé en cuanto me lo entregó el hombre más antipático de aquel entonces, el gerente, un hombre gordo y temible que siempre llevaba camisas blancas y tenía un despacho más lujoso que el del director. Me llamó, porque era la primera paga de cierta entidad, entré mansamente en su santuario, que olía a colonia de las de antes, y depositó en mis manos aún casi adolescentes el primer sueldo reglado de mi vida.

La verdad es que yo hubiera trabajado siempre por amor al arte, pero sabía que ese sueldo (ocho mil pesetas, ni una menos) iba a dar la felicidad al menos en una casa donde el dinero se contaba sobre todo por medias pesetas, que era lo que la gente dejaba encima de un latón, que había sido de sardinas, cuando terminaba de usar el teléfono, el único que había en los alrededores.

Con ese dinero en el bolsillo de la camisa llamé a un grupo de amigos, arquitectos casi todos, con los que convivía, por la generosidad de José Ángel Domínguez Anadón, que era como el jefe de todos ellos, en el edificio Taomar de la en ese tiempo aún mal llamada Rambla del General Franco. Allí tenía una pizzería muy sabrosa nuestro amigo Paco Borges, hijo y nieto de genios, de la pintura y de la escritura, corredor de coches, hombre con el que daba gusto convivir, pues todo lo veía posible y era además atento y risueño, una buena persona.

Solíamos cenar allí, a veces con la muy grata compañía de Antonio Cos, que en esos momentos dirigía, con gran imaginación y con grandes dotes empresariales, la cerveza Dorada, que era nuestra cerveza más querida, sobre todo porque éramos amigos de Antonio y, además, era en ese momento sin duda la mejor cerveza del mercado.

Aquella cena era la celebración de un sueldo, de modo que yo tenía que pagarla, pero aquellos amigos tan solícitos, los arquitectos, se las arreglaron para que yo dejara intacto el sueldo que peligraba en mi bolsillo, así que me fui de allí invitado y con el dinero intacto…¿Con el dinero intacto? Al llegar a mi cama, que aun era la que me prestaba Anadón, antes de irme a vivir a una pensión junto al periódico, donde había más cucarachas que baldosas, y despojarme de la ropa hallé que aquellas ocho mil pesetas habían dejado de existir. Me pasaron otras veces estos despistes, pero este en concreto fue gravísimo porque ya he dicho qué consecuencias tenía este primer sueldo en concreto. Dormí, de todos modos, y al día siguiente reanudé mi vida buscando entre los argumentos que había en mi cabeza una razón para explicar por qué no había cobrado aun el primer salario fijo de mi vida…, perdido ahora entre los desperdicios del suelo de la Pizzería Dorada.

En aquel entonces (¿y ahora también?) era costumbre que los periodistas, o asimilados, escribiéramos por encargo de empresas que quisieran ser conocidas no sólo por la propaganda de los anuncios sino por las historias que les conviniera contar. Entre esas empresas se hallaba, singularmente, la Caja General de Ahorros de Canarias, que entonces dirigía don Juan Cas, amigo de todo el mundo, y singularmente de aquellos beneméritos campeones del arte que fueron Domingo Pérez Minik, Pedro García Cabrera y Eduardo Westerdahl que vivieron la ilusión de ser queridos y libres gracias en gran parte a ese gran amigo que tuvieron en la calle y en el trabajo y en la vida.

Pues esa mañana en que yo no sabía qué hacer para disimular el dinero perdido me llamó don Juan Cas para preguntarme si yo podría escribir sobre el momento preciso que vivía la Caja, empeñada en parecer moderna, más moderna que el Monte de Piedad. Claro que sí, don Juan, le dije. ¿Y cuánto me van a pagar? Don Juan Cas dijo la frase mágica, ocho mil pesetas, me las pagó en seguida y yo pude presumir que no había perdido aquellos dineros, sino que éstos me habían llegado un poco tarde. Cuando cobré el trabajo ocasional de la Caja robé un poco para invitarme a mí mismo a una parrillada de carne argentina en La Estancia, que entonces era de los mejores restaurantes de la ciudad. Esta vez brindé, a solas, por don Juan Cas, y fui feliz como un niño que recibe lonas nuevas.

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